Por: J. Arturo Motta Sánchez // Jun, 2009 • Revista Volumen 38
Para consultar el artículo completo: http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/pdf/dian_38_04.pdf
En la zona de la Costa Chica comprendida entre los municipios de Cuajinicuilapa y Pinotepa Nacional —sin que sea asunto ni demanda de un movimiento de grandes masas locales, sino de específicos intereses de varios de sus letrados, provocados a su vez por la incidencia de muchos otros factores, en do y exógenos, nacionales e internacionales— existe la necesidad de solicitar su reconocimiento social como entidad singular, o etnia, que vaya más allá, digo yo, de la que les ha otorgado ancestralmente su ámbito regional. Clara demanda patentizada, al menos hasta el año 2000, a lo largo de los anuales “encuentros de pueblos negros” celebrados a partir de 1997.
Si bien sus cultores sustentan mucho de su esgrimida especificidad en el fenotipo afroide de sus habitantes —es decir, lo tienen por criterio necesario—, alcanzan que no es suficiente, y desconozco si tal insuficiencia se deba o no a la conciencia de qué tan frontero puedan estar del racismo. De modo que para redondear o fortalecer su pretensión acuden, entre otros mecanismos, al pasado, a fin de que a modo de genético legado lo esgrimido y su propósito se muestren inamovibles. Lo perimido se autojustifica ontológicamente pues ha estado, está y estará ahí de siglos, expediente éste al que invariablemente recurre todo proyecto político que desea alcanzar convincente legitimidad. Para el efecto no importa que a este “pasado” se le reinvente o construya ad hoc al propósito político actual, pues de él se beberá su sustancia heroica de modo que enaltezca la dimensión de la tarea política presente.
A mi parecer, en esta descripción encaja hoy, por la sencilla razón de que la documentaria no avala históricamente la heroica pretensión, el uso del marbete del cimarronaje y su asociación con una definición de la singularidad étnica construida entre miembros de ese aludido universo de letrados costachiquenses.
Pero si aún se persiste en sustentar un heroico pasado como par te de la plataforma política de ese movimiento por el reconocimiento de la demanda étnica, tal sustento es ofrecido por el ancestral ejercicio de la vaquería en la zona sin nada violentar. Por eso, las presentes líneas tratarán de mostrar:
1) Que los negros y mulatos novohispanos en el ejercicio de vaqueros contribuyeron en gran medida a la formación de un icono de la cultura mexicana, la charrería. Símbolo auto y heteroidentificacional vigente para connacionales y extraños, e incluso en algunos momentos su epítome, al menos hasta la década séptima del siglo XX. En fuerte enlace con ello se los muestra también como preclaros antecesores del toreo a pie.
2) Que la región del litoral Pacífico —antaño comprendida por los ranchos, parajes y estancias ganaderas de las haciendas del Mariscal de Castilla1 entre los que se cuenta el hoy costeño municipio guerrerense de Cuajinicuilapa— fue importante fuente de vaqueros mulatos novohispanos, es decir, de afrosucesores vaqueros. Por ejercer esta actividad ahí, fueron directos forjadores de cultura vaquera regional, sin que esto quiera decir el fenómeno haya sido privativo de esa zona, sino propio de toda aquella donde pacieron los grandes rebaños vacunos: al norte de la república, ya en ambas sus costas, como también hacia su centro y sur. Fue fenómeno de gran alcance territorial y por ello, más otros elementos, tuvo posteriormente la posibilidad de usarse como nacional símbolo identificacional de parecida extensión.
3) Que, por lo anterior, resulta incierto atribuir la fundación del pueblo de Cuajinicuilapa a la actividad de negros cimarrones —es decir, con génesis similar a la de San Lorenzo de los Negros en 1608;2 o la de Nuestra Señora de Guadalupe de los Negros de Amapa3 en 1769-, como lo supone la postura de varios letrados profesionales contemporáneos<4 y también de algunos intelectuales orgánicos (magisterio y clero) de la zona. Equívoco no sólo explicable porque sea producto de malinterpretada lectura del texto de Aguirre Beltrán,5sino porque en el caso de los intelectuales orgánicos locales resulta lectura idónea para nutrir el imaginario político local de un heroico pasado a fin de sustanciar una, beligerante o no, conciencia de autoestima. Pero la documentación consultada no lo avala, pues en ella hay fuertes indicios, directos e indirectos, para tener a la actividad ganadera, y la consiguiente cultura que de ella emana, como aquella originaria causa fundacional buscada. Suceso que Aguirre Beltrán fue quien primero señaló al decir claro y bien: “El número de negros capataces, criados de encomenderos, trapicheros, pescadores y arrieros, si bien digno de tomarse en cuenta no explica, por sí solo, la existencia de la abundante población negra de Cuijla y otros lugares de la Costa Chica… los efectivos pobladores [fueron] también negros esclavos, pero de las estancias fundadas pasada la mitad del siglo XVI por ganaderos españoles “.6
4) Recoge el exhorto enmendativo de Aguirre Beltrán en su “esbozo etnográfico” y señala que la evidencia documental, así del periodo colonial como del independiente para la zona,7no se ajusta bien con el atribuido ethos de violencia que él captó en su trabajo de campo y luego pintó como distintivo marbete hetero y autoidentificacional de la población negra costeña de la década de 1950; al reconocer en tal ethos atavismo del legado y práctica cultural del cimarronaje colonial.
5) Que de dicho fenómeno social este texto controvierte la noción de su pesada vigencia para la zona de Cuajinicuilapa en la época virreinal, no sólo por lo antes enunciado, sino también porque puntualiza que cimarrón no fue un término colonial denotativo —es decir, con sentido único, exclusivo— sino connotativo, pues tuvo también el de rústico melanodermo (negro o mulato y sus diversas hibridaciones); es decir, el no versado en menesteres urbanos.
6) Que la vaquería y su aneja cultura para dicha zona costeña habrían sido el ethoshegemónico hetero y autoidentificatorio, no la incondicional violencia, al menos hacia fines del siglo XIX.8 Y para ratificarlo señala que su relevancia social aún se puede obtener por medio del análisis coreológico (coreografía, cinética, sentido, elementos constitutivos, posturas, pasos, dotación organológica) de un par de sus danzas: la de Diablos9 y la de Vaqueros; también podría ser incluida la de los Bailantes, más por ser su indumentaria muy onerosa ya es asaz infrecuente se ejecute y por tanto observe desde el punto de vista etnográfico.
7) Las interrogantes historiográficas lanzadas a la documentaria surgen casi siempre como expresión de temáticas o interrogantes del presente, y el texto ofrecido aquí no es la excepción. Su resultado son averiguaciones historiográficas sobre la génesis y sustento de históricas categorías identificacionales, auto y heterónomas, prevalentes entre ciertos grupos humanos de la región costeña en lapso determinado y en asunto singular: el ejercicio de la va quería. Resultado inscrito, a su vez, en interlocución con el abanico de preguntas y dilemas suscitados por el planteamiento de algunos autores que buscan redefinir las antiguas y hegemónicas categorías de auto y heteroidentificación locales o regionales, ya sea negándolas o reinventándolas. Por lo demás, se trata de categorías étnicas de las que en su momento dieron cuenta Basauri10 o J. Pavía y Aguirre Beltrán, con su ethos de violencia.
Ese esfuerzo contemporáneo local (marginal o no, el tiempo dirá) de entrar a la liza por las representaciones sociales (auto y heteroidentificaciones) mucho se nutre de aquél diagnóstico sobre el ethos violento. Bien para reivindicarlo bajo la arista del universo simbólico que invoca el uso heroico pero parcial del término cimarrón. O bien para rechazarlo en tanto indigno o inadecuado valor ponderativo de la gente contemporánea; de tal modo que hoy sea casi de mal gusto ser tachado de violento. Connotación, sin embargo, del todo inepta para quien pertenezca...
Para ver el Ártículo completo: http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/pdf/dian_38_04.pdf
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