Fuente: www.elespectador.com
EL PASADO DOMINGO HAMILTON Ortiz Murillo recibió un disparo a quemarropa en el corazón y otro en la cabeza.
El menor, afrodescendiente, que se encontraba jugando frente a su casa en el barrio San Francisco de la localidad de Ciudad Bolívar, en Bogotá, murió instantáneamente.
De acuerdo con investigaciones preliminares el asesino, conocido con el apodo de Van Van, y quien se encuentra prófugo de las autoridades, cada que podía le gritaba insultos y burlas racistas. “El man que lo mató dice que no gusta de negros”, relató uno de los tíos de la víctima.
Abrumados por todo tipo de historias de corrupción, los habitantes de Bogotá relegamos la tragedia de Hamilton. Registrado superficialmente por contados medios de comunicación, el crimen pasó completamente inadvertido y no suscitó reacción alguna entre la opinión pública. Su familia, abordada por un solo periodista a la salida de Medicina Legal, retornó al barrio, probablemente resignada. Pese a los móviles racistas no se escucharon declaraciones de representantes de las comunidades afrodescendientes. Un mutismo elocuente.
En otros países, marchas, movilizaciones y manifestaciones masivas de desaprobación o censura contra las actitudes racistas suelen seguir a estos crímenes. Es lo mínimo. En nuestro caso, sin embargo, el delito pasó desapercibido y como él, puede uno suponer, otros muchos que ni siquiera llegan a los periódicos barriales.
No será fácil determinar las posibles razones de esta paralizante indiferencia. Necesitaríamos, con seguridad, de la ayuda de un buen sociólogo para entender por qué un evento de violencia, y no otros, activa los resortes morales de una sociedad adormilada (se nos va el tiempo, por cierto, discutiendo la viabilidad de un cacerolazo para poner fin, entre otros, a los interminables trancones capitalinos). Y aún y sin el diagnóstico de los expertos causa desde ya algo de estupor el silencio de los políticos defensores de la infancia, ese extraño universal que opera con parámetros relativistas.
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