Fuente: http://www.elheraldo.co/columnistas/la-ciudad-es-otra-cosa-30589
Por Diego Marín
Ojalá te perdonen, como siempre, tus impertinencias. Pero la ciudad no es un himno, ni un escudo, ni una bandera, ni siquiera el pálido recuerdo, entre amarillentos recortes de periódico, de dudosos fundadores míticos cuya historia se pierde en las arenas movedizas del tiempo. La ciudad es otra cosa.
Es la infancia, la más lejana memoria de papel cometa, esa que arrastra los recuerdos, por encima de las copas de los árboles, de ningún lugar hacia no se sabe dónde. Esa brisa legendaria que llega acompasada por el eterno tum tum de un ritmo que es el pulso vital de la ciudad, y que ha marcado tus pasos, desde la primera vez que lo sentiste, por los inefables laberintos de la vida.
Ojalá no te juzguen, como a veces, por tus insolencias. Pero la ciudad no es el personaje del día, ni el vano discurso veintejuliero, ni los fariseos a la carta, ni la retórica barata, ni el oportunista en ascenso, ni el minucioso infierno de los corruptos. No, la ciudad es otra cosa.
La ciudad es el bello rostro
inédito que descubres en su gente anónima, en su valioso pueblo, que cada día le arranca a la vida un bocado de pan y tres rebanadas de esperanza. Es ese Ulises cotidiano que a las cuatro de la mañana está armando la chaza, el negocio, el rebusque, con un talento y una perseverancia que ya envidiarían esos pedantes que conciben sesudas teorías económicas que sólo son aptas para iniciados.
Es la mirada que sonríe, a pesar de todo, con una inocencia a prueba de balas. Es ese saludo franco, a pleno pulmón, del amigo que te recuerda que no estás solo, que el corazón del barranquillero auténtico es una gran casa de puertas abiertas. Es el recuerdo de tu padre muerto, es la mirada nostálgica del viejo hablándote sobre la ciudad de otros tiempos; es la entrañable humanidad que, gracias a Dios, no estamos dispuestos a perder en nombre de un paquete de tonterías con el sello de la modernidad.
Ojalá que no te consideren, como siempre que escribes sobre estos temas, como un personaje incómodo y amargado al que no sabemos dónde colocar para que no moleste más. Pero la ciudad no es, no puede ser, la vulgar patanería que ha igualado a los distintos estratos sociales, a las diferentes profesiones y oficios, en un idéntico lenguaje soez. Igualados por lo bajo. Ni puede ser la neurosis colectiva que ha convertido el tránsito vehicular en una cotidiana batalla campal, donde las más enfermas sociopatías se expresan en el abierto afán de matar a los demás utilizando un vehículo como arma. No, la ciudad es otra cosa.
Es vida crepitante en las aceras de mediodía voraz. Es la apuesta de la vida por la decencia y la caballerosidad, no como fórmulas hipócritas, sino como sabias herramientas de sobrevivencia común. Es el declarado amor por las acacias, por las lluvias de oro, por el roble amarillo, por los seres que están y por los seres que se han ido. Es el recuerdo de las mujeres que has amado y que acaso te amaron. Es la mano que se ha tendido, generosa, para ayudarte en los momentos de dificultad. Es la gratitud por el amor, por las manos, por los dones de Dios.
La ciudad no es la estatua hueca, ni la casona del Viejo Prado, ni la conmemoración empalagosa, ni el rostro oportuno que quiere identificarse con ella, generalmente en busca de votos o figuración. Y sobre todo no es el recuento de las anécdotas de unos supuestos prohombres, ni la nostalgia de un paraíso perdido en los confines del tiempo. No, aunque no te perdonen y te juzguen, tienes que decirlo. La ciudad es otra cosa.
Es la pasión que anima tu alma, es el comienzo y el final de tu vida. Es el instante en que te dices: “este soy yo, y este es mi mundo”. Porque la ciudad está en ti, hermano lector, porque la ciudad eres tú.
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