Fuente: www.elespectador.com
por Jaime Arocha
Hace un mes estuve en la universidad de York (Canadá), en el taller del Programa Unesco “La ruta del esclavo. La definición de nuevos enfoques para la enseñanza de la trata Atlántica y la esclavitud”.
Uno de los temas fue el del “síndrome del trauma posesclavista” en dos contextos, el de las plantaciones del Caribe insular y el sur de los Estados Unidos, y el de áreas urbanas del mismo país e Inglaterra, con sus enormes colonias de jamaiquinos y otros caribeños. Analistas se refirieron al impacto de la esclavización sobre los descendientes de los esclavizados, debido a los medios a los cuales apelaron los esclavistas para convertir seres humanos en especies de máquinas para el máximo rendimiento económico. Uno de esos dispositivos fue el linchamiento, tortura pública cuyo nombre se debe a Willie Lynch, quien en 1712 ofreció el discurso titulado “La hechura de un esclavo”, basado en procedimientos que “refinaban” los de los domadores de caballos, porque era necesario que cautivos y cautivas internalizaran la estructura del racismo y llegaran a aceptar el lugar que supuestamente les correspondía. Entre los medios que Lynch les recomendaba a sus colegas figuraba el de obligar a cautivas embarazadas, ojalá con uno de sus hijitos de la mano, a presenciar eventos de tortura inflingida contra “machos negros” (male niggers). De esa táctica Lynch alababa la ventaja adicional de resquebrajar el sistema emocional de la madre y de ese modo impactar a las generaciones venideras, dentro de planes a largo plazo para la reproducción del sistema.
Lemmos Thomas, del Instituto de Terapia Familiar, explicó que uno de los pasos difíciles consistía en que sus pacientes admitieran esas verdades dolorosas, como medio de construir una identidad por fuera de la historia de la esclavización. Según él, en el caso de los hombres, el gran reto de esa construcción consistía en recuperar la capacidad de expresar amor y ternura, sin sentirse o ser percibidos como afeminados.
Por la exposición de Thomas evoqué una tarde en Boca de Pepé, departamento del Chocó: la mamá, vestida con una bata rosada de algodón que hacía más evidente la proximidad de su siguiente parto, chancleteó hasta una la hamaca y le alcanzó a su marido un plato con plátano y pescado. Él fue compartiendo la comida con su hija de 7 años y su hijo de 4, a quienes acariciaba y les hacía cosquillas. Me pregunté si en las minas de oro, los hombres habrían retenido la facultad de dar amor y ternura. Sin embargo, también me vino una remembranza opuesta: días más tarde, esa misma madre le azotó las nalguitas a esa misma hija por una pilatuna inocente. Se valió de uno de esos pequeños látigos de piel de vaca que yo había visto en los mercados de Quibdó e Istmina. Esa mujer, ¿reproducía castigos de los cuales sus antepasadas se valieron, a partir de aprendizajes de torturas de la época colonial?
En Colombia, ¿sabemos algo sobre el síndrome del trauma posesclavista? ¿Cómo nos involucra a los blancos? Dentro de la academia, ¿tendremos la desfachatez de seguir alegando que en este país el sistema esclavista se basó en un racismo benevolente? ¿Que nuestra ventaja ha consistido en un mestizaje que, como el de la cumbia, dizque armonizó el tambor negro, la gaita india y la tal elegancia española? © El Espectador
* Director, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional
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